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Málaga nos recibió con atmósfera cinematográfica. Una luz amarillenta y amenazadora lo cubría todo como si realmente estuviésemos en el mismísimo desierto de Dune. Resultó tan solo ser calima, y no un presagio de buen cine en nuestro primer día. Al Oriente, del ecuatoriano José María Avilés, es un nuevo ejemplo de las tendencias del cine independiente por convertir lo corto en largo, del absurdo ímpetu por alargar una historia con apenas peso dramático a través de planos que, si bien construidos, se alargan hasta la extenuación. No puedo parar de pensar en aquello que se dice: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, y en cómo aquí no hay nada bueno, ni nada breve.

La película sigue a un obrero llamado Atahualpa; ya revelando desde un primer momento el nivel de sutileza de la película, quien se encuentra construyendo una carretera hacia Oriente, una región del Amazonas, donde cuenta la leyenda que Atahualpa (el de verdad), escondió un tesoro colonial. Esto lleva a nuestro protagonista a hacer un viaje de 100 años al pasado y sumergirse en una búsqueda imposible del tesoro. Un salto temporal tan arriesgado como inocuo, ya que deja claros sus paralelismos con el presente en poco más de cinco minutos, haciendo que la más de media hora restante se convierta en una serpenteante sucesión de los mismos planos en el vasto paisaje amazónico. Finalmente, la pantalla se funde a negro ante la estupefacción de toda la sala, que ya había comenzado a murmurar y suspirar mucho antes del final.

Al salir del cine, la calima que nos hacía mirar al cielo con fascinación había comenzado a caer sobre la ciudad. Málaga se convirtió por una noche en una ciénaga que nos cubrió la ropa, el pelo y hasta la cara de barro. Y yo solo podía pensar en como aquella fina capa procedente del desierto era mucho más estimulante que toda una búsqueda del tesoro. Si quieren aventura, den un paseo cuando la calima caiga, pero desde luego eviten Al Oriente.

Carmen Machi

El día dos arrancaba donde lo dejamos en cuanto a calidad, con una pobre sucesión de cortos unidos en película por un más que dudoso hilo conductor en Lugares a los que nunca hemos ido, del recientemente fallecido Roberto Pérez Toledo, que en paz descanse. Es una propuesta de gran corazón, y mejores intenciones, que tristemente no llega a profundizar en esas relaciones de amor y desamor debido a unos diálogos, que si bien agradarán a muchos sectores de la audiencia, a nosotros nos sonaron vacíos y grandilocuentes. Poco se salva más allá del genial empeño de su director por ofrecer un amplio espectro de personas y situaciones.

Finalmente, el viernes acabamos el día con dos propuestas en la sección de documental que consiguieron sorprender, entusiasmar y brillar por su originalidad y atrevimiento. Victoria, de la mexicana Eloísa Diez, narra la historia de Alex, un hombre trans que vive en un pequeño pueblo de México después de ser rechazado por el coro de su iglesia y perder trágicamente la custodia de su hija cuando transiciona. El cortometraje brilla por su sinceridad y sencillez. Su denuncia social no reside en la condena, sino en el amor paternal. Queda claro desde un principio que aquí lo que realmente importa es la persona, y su historia, y así la directora no hace alardes de complejidad narrativa para que Alex pueda ser el total y absoluto centro de atención.

Algo similar ocurre en Alter, del uruguayo Joaquín González Vaillant, dónde el joven cantautor Sebastián Herrera comienza una aventura artística como banda tributo al famosísimo Luis Miguel. Sebastián es el completo dueño del documental, una omnipresencia hipnótica en pantalla mientras vemos su personalidad e identidad como artista poco a poco comprometiéndose por su transformación en la superestrella mexicana. A diferencia de Victoria, esta cinta contiene un fuerte sello directorial, que aunque negado rotundamente por su director previo al pase: “Yo realmente no sé cómo se hace una película, he hecho una, y aún no tengo ni idea”, lo cierto es que Alter posee un montaje rocambolesco, excitante y que casa a la perfección con el espléndido caos de su protagonista. Posee una mezcla perfecta de ingenuidad cinematográfica y absoluta curiosidad por el medio. Una verdadera joya escondida que reivindicamos desde ya.

Y al tercer día en Málaga llegó el sol. Y con él Llenos de gracia, de Roberto Bueso, una película feel-good que arrasará en verano cuando sea estrenada, sin lugar a dudas. Sin arriesgar apenas, esta gran producción liderada por Carmen Machi y Paula Usero tiene mucho corazón, humor y sensibilidad como para no hacer las delicias de toda la familia durante la temporada estival de cine. Esta historia de una monja que llega a un internado religioso como profesora de verano para los niños huérfanos bebe de muchas otras grandes obras dentro del género coming-of-age, o historia de madurez, como pueden ser Los chicos del coro o Cuenta conmigo. No rehúye de los
formalismos del género, y aun así consigue alzarse con momentos tremendamente efectivos, tanto en los departamentos de humor como de emotividad. El mayor culpable de esa eficacia a la hora de dar con la tecla en cada golpe de guion es el maravilloso grupo de jóvenes actores que se encuentra en el centro de la película. Rebosan química y frescura ante la cámara. Sin ser algo que vaya a renovar los códigos de este tipo de cine, Llenos de gracia es una producción muy inspirada y agradable que hará que cualquier problema se esfume durante sus casi dos horas.

Y finalmente, para cerrar nuestra andadura por el festival, el domingo nos acercamos a la reposición de la ganadora de la biznaga de oro a mejor película española, «Cinco lobitos», de la primeriza Alauda Ruíz de Azúa. Ya que no pudimos verla en su pase de prensa, una vez premiada tuvimos oportunidad de disfrutarla, y la gran triunfadora del festival no decepcionó. La película protagonizada por Laia Costa, Susi Sánchez y Ramón Barea es un retrato de la maternidad crudo, conmovedor, a ratos inquietante y sorprendentemente cómico. El trabajo del trío protagonista es una absoluta delicia, lo cual unido a unos diálogos que se sienten como la vida misma hacen que la película fluya a ritmo de comida familiar; de esas que parecen que duran una eternidad y para cuando llegan a su fin resulta que te dejan con ganas de más. El acercamiento a esta familia tan corriente encuentra en lo coloquial y en el día a día un motor narrativo que hace que los pequeños momentos revelen los gestos más poderosos. Un trabajo de increíble profundidad y delicadeza de Alauda que demuestra ya con su primera cinta que es una de las nuevas voces del cine español. Un punto y final más que satisfactorio a nuestra primera aventura en el festival.
Volveremos.

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